El gobierno de Biden debería evitar el error cometido en la era Trump de reducir la entera relación entre Estados Unidos y México al único problema de la inmigración. La administración designó a la vicepresidenta Kamala Harris como su persona de contacto en la frontera sur, y ella se comprometió ante México y las naciones centroamericanas a adoptar un enfoque regional de la migración, lo cual es loable. Pero a partir de la reunión que llevará a cabo el 7 de mayo próximo con el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador -anunciada durante este fin de semana- la vicepresidenta debería ampliar el alcance de su agenda en el país vecino para cubrir la compleja gama de temas económicos, ambientales, de seguridad, energía y estado de derecho que define los vínculos entre las dos naciones.

México va en la dirección equivocada y es hora de que Estados Unidos se dé cuenta y priorice una relación que es crucial para nuestro bienestar común. Debido a que los lazos a través del Río Bravo involucran simultáneamente tantos asuntos delicados nacionales y extranjeros, la vicepresidenta está especialmente capacitada para coordinar la política mexicana. El papel debería ser familiar para Biden; es muy parecido al que el entonces presidente Obama le pidió que asumiera en el marco de un “Diálogo económico de alto nivel” entre ambas naciones, en 2013.

El enfoque inmediato de Harris en la migración es comprensible, dada la situación en la frontera. Pero los cruces no autorizados y las solicitudes de asilo -es notable que los mexicanos una vez más han superado a los centroamericanos como el grupo más grande de detenidos- son síntomas de otros problemas. Centrarse exclusivamente en la cuestión migratoria es prestar atención a la fiebre, pero no a sus causas.

Se ha puesto de moda señalar la necesidad de políticas integrales en lo que se refiere a esas fuerzas que empujan a los centroamericanos hacia el norte, pero hay menos llamados a tener un enfoque más amplio de nuestra relación con México, que sufre -o disfruta, según el lugar donde se lo mire- de inercia y complacencia.

Involucrar al gobierno de México solo en la migración envía un mensaje equivocado. López Obrador se llevaba bien con Donald Trump porque ninguno de los líderes hipernacionalistas se metía en los asuntos del otro. AMLO, como se le conoce al mandatario, entendió que mientras cumpliera con la oferta de Trump sobre la migración -permitiendo que México se convierta en la sala de espera para los solicitantes de asilo y protegiendo la frontera sur de su país, por ejemplo-, Estados Unidos no le iba a impedir complacer sus políticas de nostálgica megalomanía.

Es difícil catalogar sucintamente las erráticas y destructivas políticas de López Obrador. Su gobierno manejó el COVID-19 de manera desastrosa y ahora preside el tercer mayor número de muertos reportados en el mundo. Se adhirió obstinadamente a la austeridad fiscal frente a la pandemia, exacerbando una inevitable recesión económica.

Al implementar referendos informales, el presidente mexicano anuló los contratos de desarrollo, incluido el del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, y ahuyentó la inversión extranjera cuando más la necesita, y cuando su país podría beneficiarse de las dudas que las empresas estadounidenses tienen en la actualidad de depender demasiado de las líneas de suministro chinas.

En energía, el deseo de López Obrador de recrear los días de gloria de los monopolios estatales de generación de electricidad y petróleo en su país está causando más estragos en las finanzas federales de la nación, el medio ambiente (¿hay algún gobierno en la Tierra más alérgico a las energías renovables?) y, nuevamente, sobre el atractivo de México para los inversionistas privados (las preferencias que López Obrador otorgó a los monopolios estatales parecen violar las disposiciones del nuevo acuerdo comercial del T-MEC).

La retórica nacionalista de López Obrador es un retroceso al gobierno de partido único en México y los días antes de que Estados Unidos, Canadá y México acordaran un pacto norteamericano. El presidente mexicano ha citado la “soberanía” para justificar la revocación de la cooperación de seguridad con las autoridades estadounidenses que persiguen el crimen organizado. A principios de abril, su gobierno y sus partidarios equipararon las críticas a sus ataques a la libertad de prensa con un intento de “golpe”.

Y lo que es más preocupante en términos de autoritarismo, antes de las cruciales elecciones de mitad de mandato, que serán a principios de junio, López Obrador y su partido, Morena, están atacando la independencia de la Corte Suprema de México y el instituto altamente respetado que supervisa las elecciones de México.

Sintonizar aunque sea por unos minutos las divagantes conferencias de prensa diarias que realiza López Obrador es comprobar el estado de un líder desesperado por desplegar una verdad a medias, un chivo expiatorio o una distracción para equiparar su proyecto político, de una “Cuarta transformación” con el único interés y deseo legítimo de la gente mexicana. Por lo tanto, cualquier crítica a su gobierno o a él mismo es considerado un ataque al “pueblo”.

Harris, no importa cuán amplia sea su cartera, no puede resolver todos los problemas de México. Pero la Casa Blanca tampoco puede darse el lujo de descartarlos. Necesita volver al negocio de administrar una relación que todavía tiene un potencial sin explotar que beneficiaría a toda América del Norte.

Los inversionistas estadounidenses en México precisan el apoyo de su gobierno ante la falta de respeto de López Obrador por el estado de derecho. Ambos países deben volver a valorizar los compromisos adquiridos en los tratados, reforzar las normas democráticas y luchar contra las amenazas comunes a la seguridad.

Empoderar a Harris para que supervise todos los aspectos de la relación entre Estados Unidos y México elevaría lo que de otro modo podría convertirse en debilitantes disputas de bajo nivel, tema por tema, departamento por departamento. Su liderazgo podría resucitar un enfoque más holístico y estratégico, alineando los incentivos para ambos países y reclamando la promesa de vínculos más estrechos entre las naciones de América del Norte.

Andrés Martínez es profesor de práctica en la Escuela de Periodismo Cronkite de la Universidad Estatal de Arizona, y becario del grupo de expertos New America.

Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.