Juan Manuel Briones tenía 14 años cuando comenzó a trabajar en las minas de carbón en este remoto tramo del norte de México.

Lo hizo durante casi dos décadas, solo para ser despedido hace unos años, cuando México comenzó a abrazar la energía renovable y a abandonar los combustibles fósiles. A Briones le preocupaba que el futuro lo hubiera dejado atrás.

Pero después, Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia, a fines de 2018, y comenzó a retroceder en el tiempo.

El mandatario puso un alto en los nuevos proyectos renovables, se burló de los parques eólicos y los consideró “ventiladores” que arruinan el paisaje, e invirtió dinero en la petrolera estatal Petróleos Mexicanos, incluidos $9 mil millones para la construcción de una nueva refinería. El mes pasado, impulsó una legislación que exige que la red emplee energía de las plantas estatales en primera instancia —alimentadas en gran parte por petróleo crudo y carbón— antes de tomar energías eólica y solar, menos costosas.

Poco después de que el presidente anunciara, el verano pasado, que su gobierno comenzaría a comprar carbón de nuevo a los productores de México, Briones fue convocado a trabajar otra vez.

“Necesitamos que esto continúe”, afirmó Briones en una mañana reciente, cubierto de hollín y fumando un cigarrillo, después de terminar un turno a 300 pies bajo tierra. “Vivimos del carbón”.

La devoción de López Obrador por los combustibles fósiles y el rechazo a las energías más limpias en un momento en que la mayoría de los países se mueven en la dirección opuesta consterna a los ambientalistas, quienes advierten que México no podrá cumplir con sus compromisos de reducción de emisiones en el marco del Acuerdo climático de París. También preocupa a las empresas líderes, que sostienen que los costos de la energía aumentarán porque el carbón y el gas cuestan aproximadamente el doble que la energía eólica y solar.

Los expertos remarcan que sus políticas tienen menos raíces en el negacionismo del cambio climático y más en el nacionalismo y la nostalgia. De corte populista, López Obrador juega con la orgullosa historia de México como una potencia de combustibles fósiles.

El mandatario creció en un estado rico en petróleo, Tabasco, en las décadas posteriores a la expropiación que el ex presidente Lázaro Cárdenas hizo de los activos de las empresas energéticas extranjeras que operaban en México y la nacionalización de las reservas de petróleo y la riqueza mineral del país. Durante décadas, la empresa petrolera estatal, conocida como Pemex, fue una de las principales impulsoras de la economía de México.

Seguía siendo parte de la tradición nacional incluso cuando la mala gestión y una infraestructura envejecida finalmente erosionaron la posición del país como uno de los principales productores de petróleo.

En 2013, el entonces presidente Enrique Peña Nieto impulsó una reforma constitucional que puso fin al monopolio estatal, abriendo el sector petrolero y energético de México a compañías privadas. Las empresas extranjeras entraron en masa y el competitivo proceso de licitación llevó los costos del gas natural y la energía renovable a algunos de los valores más bajos del mundo.

López Obrador ha acusado a las empresas extranjeras de robar participación de mercado a Pemex y la empresa eléctrica estatal, la Comisión Federal de Electricidad.

Lisa Viscidi, experta en energía del grupo de expertos Inter-American Dialogue, con sede en Estados Unidos, consideró que el objetivo del presidente es “devolver sus monopolios” al poner el sector energético bajo control estatal, incluso si eso significa promover combustibles fósiles más sucios y aportar más emisiones de carbono. “Todas estas cosas fueron sacrificadas por el objetivo de la soberanía energética”, comentó.

Decenas de empresas de energía renovable presentaron demandas para poner un alto a los cambios, que según remarca las expulsan injustamente. Con muchas de sus políticas en el limbo legal, López Obrador comentó que podría introducir una enmienda constitucional para lograr sus objetivos.

Hasta hace poco tiempo se elogiaba a México como un líder mundial en la lucha contra el cambio climático. En 2012, ese país se convirtió en uno de los primeros en aprobar una legislación sobre cambio climático, y en 2017 se unió a una coalición de gobiernos comprometidos con la eliminación gradual de la electricidad a carbón para 2030.

También fue la primera nación en desarrollo en presentar su plan para reducir las emisiones bajo el Acuerdo de París y la primera en América Latina en ratificar el histórico pacto.

Se espera que cada cinco años los miembros del Acuerdo de París aumenten sus objetivos de reducción de emisiones de CO2. Pero el año pasado, con López Obrador, México se negó a impulsar su objetivo, manteniendo su compromiso original de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 22% para 2030 en comparación con la cantidad que estaría liberando si no hubiera hecho nada en absoluto.

Y aunque México produce solo el 1% de los gases de efecto invernadero del mundo, para los ambientalistas es importante que haga todo lo posible, en parte porque será un ejemplo en la región. “Sí importa lo que haga”, enfatizó Carolina Herrera, analista de América Latina del Consejo de Defensa de los Recursos Naturales.

Irónicamente, el mayor distrito electoral de López Obrador, la clase trabajadora, puede ser el que más sufra las sequías, las inundaciones y otros efectos de un clima cálido. “Las personas a las que el mandatario mexicano dice estar cuidando son las que serán realmente vulnerables”, añadió Herrera.

Pero el presidente parece disfrutar de su papel de paria del clima, y descarta las preocupaciones sobre los impactos ambientales de sus planes, considerándolas “sofismas” de sus oponentes políticos y de la élite de la nación.

“¿Desde cuándo los conservadores se preocupan por el medio ambiente?”, preguntó en enero en una de sus conferencias de prensa diarias. “Se han apoderado de la bandera de las energías limpias de la misma manera que se han apoderado de la bandera del feminismo o de los derechos humanos”.

Al hablar, el otoño pasado, sobre la reactivación de una planta de carbón en el norte de Coahuila, arremetió contra varias decenas de legisladores estadounidenses que habían publicado una carta en la que criticaban sus políticas energéticas por favorecer a las empresas estatales de México. “Estoy muy feliz de estar aquí […] para decirles a quienes defienden la política neoliberal que no vamos a dar un paso atrás”, señaló.

Su causa se vio impulsada inesperadamente en febrero, cuando una tormenta invernal cortó la electricidad en Texas. El gobernador del estado prohibió las exportaciones de gas natural, dejando a más de cuatro millones de personas sin electricidad en México, que depende en gran medida del gas natural de Estados Unidos. López Obrador remarcó entonces que era una señal clara: “Debemos producir”.

Ese es un mensaje de bienvenida en Coahuila, donde la producción de carbón, que comenzó a fines del siglo XIX, se convirtió en sinónimo de prosperidad.

Sabinas, la capital del país carbonífero del estado, alberga un campo de golf y costosos restaurantes de carnes, que reproducen a todo volumen música country de artistas como George Strait.

El futuro de la ciudad pareció estar en peligro cuando el gobierno giró hacia las energías renovables, comentó Bogar Montemayor, presidente de la Unión Mexicana de Productores de Carbón. “La minería del carbón es lo que la gente sabe hacer aquí”, expuso. “Es lo que han hecho durante generaciones”.

Montemayor comprende los pedidos para aumentar la energía renovable, una idea que “es bienvenida aquí”, expresó, pero destacó que el carbón y otros combustibles fósiles también merecen un lugar. “Necesitamos encontrar un equilibrio en el que quepamos todos”, indicó.

En una tarde reciente, se subió a su camioneta y se dirigió a una de las minas que pertenece a su asociación.

La carretera estaba colmada de tractocamiones llenos de montículos de carbón, que se dirigían a dos centrales eléctricas cercanas, parte de los dos millones de toneladas de carbón térmico que López Obrador se comprometió a comprar este año en la región.

Después de una hora de conducir a través del desierto salpicado de mezquite y cactus, llegó a la mina Santa Catarina, donde una cinta transportadora llevaba polvorientos trozos de carbón arrancados de la tierra por mineros subterráneos con pistolas de aire.

La mina cerró el año pasado después de que cayeran los pedidos de carbón. Reabrió en enero cuando el presidente prometió comprar nuevamente.

“Estamos volviendo a la vida”, dijo Juan Olvera, de 63 años, gerente de seguridad de la planta, mientras saludaba a los trabajadores sucios y sudorosos que terminaban sus turnos con palmaditas en la espalda.

Esa mañana, dijo, se habían presentado una docena de hombres en busca de trabajo. Todos fueron contratados en el acto.

Cecilia Sánchez, en la redacción de The Times en Ciudad de México, contribuyó con este artículo.